En pocos meses, se van a cumplir 50 años desde que Margarita Cruz vive en Buenos Aires. Llegó escapando de la represión en Tucumán, después de haber sufrido dos secuestros y un prolongado cautiverio en La Escuelita de Famaillá. Tenía un bebé de meses, y el terror impregnado en el cuerpo. “Lo que no le perdono al Operativo Independencia es mi desarraigo y la imposibilidad de haber sido médica. Era algo vital, pero no lo pude continuar. Amaba mi carrera, mis compañeros, la biblioteca. Era lo que más quería. Y era el orgullo de mis padres. Posiblemente mi nieto lo pueda hacer”, dice horas antes de viajar hacia su Tucumán natal para participar de las conmemoraciones por el medio siglo desde el inicio del genocidio en la Argentina.
Margarita puede hablar de todas las violencias que sufrió en el campo de concentración, pero prefiere hablar de las luchas: las que hicieron de Tucumán el escenario elegido para que la represión ensayara cómo iba a extenderse por todo el país; las que después lograron justicia. De sus años en la Asociación de Ex Detenidos Desaparecidos (AEDD), donde encontró su lugar de pertenencia.
Su mamá lavaba ropa para familias pudientes. Su papá era un obrero del ferrocarril en Tafí Viejo. Gracias a ese trabajo, habían conocido el progreso. “Cuando cierran los ingenios en el ‘66 o ‘67, te golpeaban la puerta de casa por el hambre. Nosotros éramos pobres, pero mi mamá salía con el tarro de azúcar para llenar las latas. Yo vengo del cristianismo, que tenía toda esta cosa de la solidaridad. Mi formación política la recibí en mi casa. Mi papá no era un recontra militante político. Se le rezaba a Evita en secreto. La resistencia peronista fue clandestina. ¿De dónde se aprendió eso? De los hechos históricos que vivimos acá. Yo no conocí Cuba. Había un imaginario de que éramos guerrilleros. Yo no nací guerrillera. Nací pobre”, dice.
–¿Recordás el 5 de febrero de 1975?
–Sí, me acuerdo. Es el día del decreto, pero los militares y la gendarmería llegan el 9 de febrero. El proceso represivo no comienza exactamente esos días. Empieza en 1974. El Operativo Independencia es la ocupación. Lo que viene a hacer el decreto es a legalizar la clandestinidad del exterminio. Eso es lo que hace, y lo hace un gobierno peronista.
–¿Y cómo afecta en la militancia este hecho de que fuera la orden de un gobierno elegido por el pueblo?
–En lo personal, los cuerpos de delegados ya no podíamos desarrollarnos como tal. Los dirigentes ya estaban presos.
–¿Cuándo empezaste a militar?
–En 1970, cuando estaba en la secundaria. En un grupo estudiantil que se llamaba Grupo Evolución Tucumán (GET). Eran grupos de estudio. Yo viví en Tucumán un proceso histórico de lucha. Éramos compañeros que fuimos mamando esta historia desde un contexto de súper-explotación que había entonces: desde los que tomaron las armas, los que fueron luchadores en los ingenios, los que fueron del PRT o Montoneros. Las universidades te daban una ampliación cultural y política. El sueño del obrero era que los hijos llegaran a la universidad, y la verdad es que no llegaban muchos. Los estudiantes de Medicina, por ejemplo, hacíamos campamentos para tratar a los chicos con parásitos porque había mucha desnutrición.
–¿Cómo es tu secuestro?
–Primero me secuestran en la Jefatura con mi hijo de días, pero lo que yo sentí como un campo de concentración fue la Escuelita de Famaillá. En el primer secuestro se llevaron también a mi hermano, que era ingeniero y estaba trabajando en el ingenio Concepción. Después del segundo secuestro, que fue en mayo, ya no vuelvo para casa.
–¿Cómo te das cuenta de que estás en la Escuelita de Famaillá?
–Yo no sabía. Termino sabiendo para la época de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Primero, yo sentía que me habían sacado de la ciudad. Escuchaba ruidos de grillos. Una vez se me cae la venda y me doy cuenta de que estaba en una escuela. Era enloquecedor porque no tenía puntos de referencia.
–¿Y cómo te decidís a investigar?
–Fui a declarar ante Baltasar Garzón en España. Yo decía que no podía ir porque únicamente podía llevar el informe de la comisión bicameral de Tucumán y decir que había estado secuestrada. Adriana Calvo me decía que tenía que ir, y fui. Cuando volví, sentí que mi cabeza estaba diferente. La posibilidad de justicia es muy importante. Después vino la anulación de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida. Y un día me levanté con la idea de que tenía que hacer el trabajo de recopilación de datos. Me preguntaba cómo lo iba a hacer yo, si al fin y al cabo soy psicóloga social. Y me dije que había que armar un grupo e ir a preguntarle a la gente que vivía cerca de la Escuelita. Yo me preguntaba si me habían visto, por qué no denunciaban. Cuando estaba secuestrada, yo pensaba que una movilización nos iba a liberar. Mi subjetividad era de lucha, de resistencia. Por eso, yo me niego a pensar sin la continuidad histórica. El Operativo Independencia fue el plan criminal en el que se sistematizó la represión clandestina y se realizaron prácticas sociales tremendas para terminar en un genocidio.
–¿Qué particularidad le encontrás a esa experiencia concentracionaria?
–Era clandestino incluso dentro del mismo campo. Nadie se veía con nadie. En simultáneo, era visible para el afuera, para el territorio. Irradiaba visibilidad. ¿Por qué todos sabían que una persona podía llegar a estar en la Escuelita? Cuando fuimos a hacer la investigación, yo no dije que era sobreviviente porque quería escuchar. Yo la tortura la conocía. Quería entender a los que se quedaron allá porque lo que ellos siguieron padeciendo fue peor. Yo salí. Me pude formar. Seguí estudiando. Tuve una familia. Ellos se quedaron con el Ejército, viviendo esa tortura sistemática. Por eso, yo no quiero decir que soy una víctima. Para mí, las víctimas son los desaparecidos.
–¿Y cómo te proponés recordar lo que fue el Operativo Independencia?
–Es pensar la historia de Tucumán en síntesis. Yo creo que muchos van a recordar los secuestros, la represión, pero yo quiero recordar el proceso histórico de Tucumán antes del Operativo. Quiero pensar en el cambio cultural que hicieron con la masacre. El Operativo Independencia era también la cantidad de sobrevivientes que cuando volvieron no se encontraron en ninguna foto familiar porque sus familiares las rompían porque tenían miedo de que los allanaran. O sea, intentaron borrarnos de la historia. Intentaron extirpar una identidad de lucha. Eso es el terror. O mejor dicho, la planificación del terror. En Tucumán –en la ciudad y en los barrios– no había casa que no fuera allanada y dada vuelta por los represores. En el campo, lo mismo. Se metían en tus fiestas. Era un pueblo aterrorizado porque convivía con los represores. Por eso digo que fue un territorio ocupado, lo que no quiere decir que haya sido una guerra ¿A quién le debo yo mi supervivencia? Al pueblo, a esos compañeros que enseñaron a luchar. No puedo renegar. Tengo que seguir existiendo para contar esa historia.
–¿Habías vuelto antes de la investigación?
–Yo volví porque toda mi familia es tucumana y porque todavía conservo mi casa natal. En mi casa está la puerta que estos hijos de puta rompieron. Mi papá la pudo arreglar porque era carpintero. Nunca la voy a cambiar porque habla de la historia misma. Sufrí mucho el desarraigo. Nosotros éramos pobres y no podíamos volver porque nuestras casas estaban tomadas o porque nos seguían buscando. Cuando llegué a Buenos Aires, en pleno Rodrigazo, leía los diarios que decían que se estaba luchando contra la guerrilla. No era así. Hubo unos pocos enfrentamientos. El resto de los secuestrados eran personas que estaban en sus casas o en sus trabajos o que las arrancaban de un examen. ¿A quiénes llevaron a los campos de concentración? Al pueblo en su conjunto.
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